Por Jessika Paz
I. ¿Existe la sororidad?
Hace tiempo descubrí que lo que verdaderamente nos une no es solo el amor: es el dolor.
El 8M pasado, entre rabia e ira, con las entrañas abiertas y el trauma a flor de piel, Melanie me dijo algo que todavía retumba: la sororidad sola no basta. Porque el amor incondicional no siempre nos une; lo que sí nos conecta, de forma cruda, es el dolor.
Cuando empecé en el feminismo, en 2017, quise tatuarme la palabra sororidad. Tenía 18 años y una fe ciega en que el mundo se transformaba solo con la fuerza del amor entre mujeres. Pensaba que todas nos apoyaríamos sin preguntas. Para mí, el feminismo era una revelación, una respuesta a muchas dudas… pero también abrió otras. Cuando se acabó esa luna de miel, entendí algo: las buenas intenciones no curan las heridas y no todas las mujeres son amigas. Ni deben serlo.
La sororidad surgió como herramienta política para desmontar la rivalidad entre mujeres —esa que el patriarcado cultiva desde niñas— y construir alianzas. Pero también puede volverse un arma que duele. El discurso de que la sororidad no debe ser selectiva, aunque cierto en su ideal, a veces ignora un límite fundamental: sin responsabilidad, puede volverse autocomplaciente, revictimizante o indulgente con quienes perpetúan violencias. Puede reforzar la narrativa de la mujer como sujeto pasivo, inocente por naturaleza. Pero las mujeres no somos vírgenes. Erramos, aprendemos, herimos.
Por eso, la sororidad no debe ser una obligación ciega, sino una elección consciente. Desde la autonomía, debemos reconocernos como sujetas complejas, con agencia, con contradicciones. Y aquí se cruza la interseccionalidad: no basta el género para definirnos. También nos atraviesan la raza, la clase, la orientación, la identidad, la educación, la geografía. Todo eso modela cómo podemos ejercer poder o sufrirlo.
II. La doloridad: el dolor de ser mujer
Si la sororidad es la apuesta por aliarnos, la doloridad es el territorio que nos revela cuán común es el dolor que compartimos. A veces pienso en esa escena de Midsommar, cuando Florence Pugh se derrumba al descubrir una traición y el resto de mujeres llora con ella, grita con ella, como un solo cuerpo que exorciza el sufrimiento.
Fue la feminista afrocaribeña Vilma Piedade quien nombró este concepto en 2017: la doloridad como el dolor que provoca el machismo en todas las mujeres. Pero ojo: no es un concepto cómodo. Viene del afrofeminismo y reivindica a los cuerpos racializados históricamente deshumanizados y tratados como resistentes al dolor. Es una respuesta a la mirada blanca y hegemónica que a veces atraviesa el feminismo sin cuestionar sus privilegios.
La doloridad recuerda que el dolor no solo es personal: es político y colectivo. Que las heridas no sanan igual en todos los cuerpos. Que el feminismo, si de verdad es interseccional, debe mirar de frente cómo dentro del mismo movimiento hay mujeres que oprimen a otras: por racismo, por transfobia, por clasismo.
La doloridad incomoda porque desnuda una verdad: la sororidad sin consciencia interseccional no solo es insuficiente, puede ser excluyente.
III. No le debemos sororidad a nadie
Piedade lo deja claro: cuando la sororidad no alcanza para visibilizar la opresión, el dolor se vuelve una herramienta complementaria. Ninguna anula a la otra; se necesitan para entender la complejidad de lo que somos y lo que enfrentamos.
Salomé Bayer escribió algo que siempre repito: “Asumir que por nuestro género, o por ser feministas, tenemos que estar de acuerdo en todo”. Rompamos esa fantasía. La sororidad no es un club de amigas. Es una apuesta ética que debe tener límites. Porque cuando se practica sin responsabilidad, puede proteger a quienes ejercen violencia contra otras mujeres. ¿Cómo puedo sentirme hermana de quien me agrede? ¿Cómo puedo guardar silencio por un pacto de género que me exige callar?
Mujeres me han violentado, han protegido abusadores, han sostenido discursos transfóbicos que hieren a hermanas y compañeras. Y no. No encubriré a ninguna bajo la bandera de la sororidad.
Pero tampoco quiero verlas muertas. Ni destrozadas. Si alguna cae en una violencia que la atraviese, extenderé la mano para que salga viva. Porque conozco ese dolor. No las quiero cerca, pero las quiero vivas. Y ese, quizá, sea el punto más honesto de todo esto: podemos elegir no ser hermanas, pero sí sostenernos vivas.
La sororidad no es una promesa eterna ni un pacto de silencio: es una práctica imperfecta que se construye cada día, consciente de sus límites. Y la doloridad, ese dolor común, sigue recordándonos que aunque no siempre estemos juntas, el sistema que nos hiere sigue siendo el mismo.

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